miércoles, febrero 03, 2010

Romper el silencio, María Cristina Mata

Romper el silencio

Por María Cristina Mata* (Panelista en el Mutirao de la Comunicación)

En un tiempo en el cual las tecnologías de información y comunicación han penetrado cada rincón de nuestras vidas cotidianas y de la esfera pública, este Mutirão nos convoca a pensar en barreras de comunicación, en aquello que en medio de esa abundancia está acallado. Nos convoca, bajo la problemática de la comunicación de los silenciados como procesos de resistencia –y yo añado de lucha- , a interrogarnos acerca de lo que significa romper ese silencio impuesto.

La primera e ineludible respuesta que encontramos en los recorridos de la comunicación popular/alternativa latinoamericana alude al poder pronunciar la palabra acallada por el poder económico y político expresado en los sistemas de explotación y los regímenes dictatoriales o las democracias autoritarias; pero más complejamente el poder de quienes en diferentes ámbitos establecen las reglas del juego del decir: los que habilitan voces, temas, lenguajes y modalidades expresivas en la casa y la escuela, en las organizaciones sociales y en las iglesias…porque en múltiples espacios se ejerce el dominio y se busca someter a los más débiles, a los diferentes, a quienes confrontan el orden estatuido cuando lo juzgan injusto o insatisfactorio para sus necesidades, intereses y deseos.

Pronunciar la palabra acallada era hacerla audible, reconocible como legítima, entre los iguales, en la convicción de que ese hablar es fuente de reconocimiento, posibilidad de interacción y de construcción de acuerdos y proyectos comunes. Pero también era hacerla audible para los otros. Otros diferentes a quienes se interpela solicitando atención, solidaridad, apoyo para las propias causas porque se considera que ellas trascienden lo particular y atañen a todos, si lo que se busca es un mundo más justo. Y audible para los otros con quienes se confronta y se disputa el poder y ante quienes la palabra acallada que se pronuncia se esgrime como símbolo de existencia, de resistencia y de lucha. Como territorio de construcción del antagonismo y señal inequívoca de voluntad de poder alternativo.

Si ubicamos históricamente esa palabra, podemos verla desplegándose en variadísimas formas, adoptando cauces tradicionales, convencionales y también innovadores. Desde la décima y la copla a las bachatas dominicanas, los huaynos andinos, la salsa y el reggae. Desde relatos asimilables a la literatura de cordel a los sociodramas y el teatro callejero. Desde murales, afiches y pegatinas a los grafitis y las diapositivas dibujadas en papel. Desde reuniones comunitarias a los cassettes-foros, las asambleas y los debates grupales. Desde procesiones y marchas a las murgas y escarches…

Pero en ese recorrido es necesario reconocer unas transformaciones derivadas de lo que se ha dado en llamar mediatización de la sociedad y que según plantea Muniz Sodré "es el nombre que ha recibido el proceso de articulación del funcionamiento de las instituciones sociales con los medios de comunicación"[1]. En sus palabras, "en la sociedad mediatizada, tecnocultura es una designación, entre otras posibles, para el campo comunicacional como instancia de producción de bienes simbólicos o culturales, pero también para la impregnación del orden social por los dispositivos maquínicos de estetización o culturalización de la realidad"[2]. En palabras de Eliseo Verón, esa impregnación implica la transformación de las prácticas sociales "por el hecho de que hay medios"[3] aunque esa transformación no sea homogénea y tenga diversas consecuencias en diferentes ámbitos de prácticas.

En la sociedad mediatizada, hacer oír la palabra acallada seguirá siendo poder pronunciarla en múltiples espacios y a través de esas múltiples formas expresivas y de interacción a las que aludimos. Pero progresivamente los medios masivos de comunicación se irán convirtiendo en el espacio por excelencia y poder hablar irá recubriéndose paulatinamente de otra acepción: poder habar en esos medios; tener presencia en ellos.

Así, lo alternativo fue saliendo de las zonas marginales y artesanales; la voz popular fortalecida en los ámbitos comunitarios y organizativos pugnó por alcanzar el escenario mayor donde se produce y regula incesantemente el discurso público. Las experiencias de medios masivos gestionados por organizaciones populares o instituciones aliadas a sus causas –las radios educativas y populares, las televisiones obreras, el cine documental alternativo- constituyeron en la década del 80 y de allí en más, acabadas muestras de ese proceso.

Al mismo tiempo iría creciendo la convicción de que incluso careciendo de medios propios, la voz acallada debía hacerse un lugar en el mercado mediático funcional al poder. Hablamos entonces de las brechas existentes. Reconocimos que esa voz debía dotarse de estrategias para interactuar en el espacio marcado por la voz de los amos interrumpiendo su monólogo, interfiriendo, confrontando: era necesario el aprendizaje de ciertos códigos, el empleo de recursos ajenos –la conferencia o el comunicado de prensa, por ejemplo-, el establecimiento de relaciones fluidas con algunos profesionales que desde esos medios podían compartir un horizonte común con quienes impugnaban el orden social existente.

Fueron incuestionables los avances logrados: una mayor visibilidad de la marginación; la inclusión en la agenda mediática de múltiples conflictos que antes se silenciaban y la irrupción en la escena de movimientos que como el de los campesinos sin tierra, el de las mujeres, el de los migrantes, multiplicaron polifónicamente la presencia de lo excluido del poder en diferentes ámbitos de la sociedad.

Pero debemos pensar en los costos que esa presencia mediática tuvo en el camino de quiebre del silencio. La palabra acallada tuvo que pronunciarse bajo ciertas condiciones; una modelación sutil –pocas veces reconocida-, hizo que esa palabra capaz de nombrar la diferencia, la opresión y las búsquedas de cambio, fuese incapaz o escasamente capaz de cuestionar las reglas del decir público. En muchas ocasiones nos hemos interrogado por qué causa las organizaciones sociales que confrontan el poder demandando transformaciones de las relaciones económicas y políticas, que reivindican el derecho a la vida, al trabajo, a la salud, a la identidad….es decir, que reconocen la existencia de derechos negados y pugnan por revertir esa situación, no realizan demandas específicas vinculadas a los derechos de comunicación.

En ese vacío es posible reconocer la lenta y permanente modelación cultural producida por las tecnologías y medios de información y comunicación que han hecho de unos ciertos temas, agendas obligadas; de unos hablantes legitimados los mediadores sociales necesarios; y de unas formas y estilos expresivos la lengua franca mediática. Una naturalización en la que convergen la conciencia respecto del modo en que esas tecnologías y medios resultan funcionales al poder y la conciencia de la imposibilidad de modificar un estado de cosas del cual se es parte porque sustraerse al uso y consumo de esas tecnologías y medios supone quedar fuera del juego.

El derecho a la información pública, el derecho a contar con legislaciones que garanticen acceso a tecnologías y uso igualitario de medios, el derecho de réplica, la lucha contra monopolios informativos, no suelen ser reivindicados como los recursos imprescindibles para que cada quien pueda pronunciar su palabra adversativa y en ese mismo movimiento de irrupción en el espacio público convertirse en actor social legítimo, en ciudadano.

Sin embargo, existen organizaciones comunicativas como ALER y AMARC –en el campo de las radios populares y comunitarias, por ejemplo-, que aúnan sus estrategias de comunicación propia con la lucha por legislaciones y derechos a comunicar; existen organizaciones sociales que revelan el papel central que tiene la posesión y divulgación de información para que otros derechos puedan hacerse realidad. Es en esas articulaciones donde la palabra silenciada habla en plenitud porque se reivindica como práctica fundante de la posibilidad de ser y actuar en tanto en un mismo movimiento impugna el poder decidir expresado en los grupos hegemónicos y el poder decir funcional a ellos expresado en el mercado mediático.

Baste un caso –el de las Madres de Barrio Ituzaingó de Córdoba, Argentina- que hace años comenzaron a luchar en contra de quienes contaminando con agrotóxicos el ambiente en que viven, provocaban la enfermedad y muerte de los vecinos. La información acerca de lo que ocurría les era vital para demostrar lo que sospechaban. Los sectores interesados negaban datos; el estado provincial no cooperaba en su obtención; la propia universidad pública no sabía o no quería comprometer su saber. Y las madres resultaban desautorizadas porque, como ellas relatan, "(…) salíamos nosotros diciendo ´acá la gente se está enfermando, tiene leucemia, tiene púrpura, los chicos están enfermos, tienen diarrea, gastritis, tienen de todo'… Y viene el señor ministro de salud y dice ´acá no pasa nada´ ¿a quién le cree la gente? A unas locas, nos decían así, a unas locas que no han estudiado que no saben nada o al señor Ministro?"[4]

Por eso hicieron de la producción de información propia sobre el tema una de sus estrategias de lucha; por eso en el barrio, y en los medios y en todos los espacios a su alcance –locales, provinciales, nacionales e internacionales-, difundieron sin cansarse datos, casos, informes, en la convicción de que su derecho a la vida iba de la mano con el derecho a saber y a compartir ese saber.

El 30 de diciembre de 2008, casi una década después de las primeras denuncias realizadas por las Madres, la justicia prohibió la fumigación de los campos de soja cercanos al barrio con endosulfán y glifosato y procesó a los productores sojeros responsables, sentando un precedente para todo el país que puso de relieve la significación de una lucha que no sólo fue política y judicial sino también simbólica, por el saber necesario para poder hablar en los medios de otro modo: desde el reverso de agendas banales y normalizadas que acallan y encubren la realidad que se sufre.

Tal vez, en esta sociedad sobreinformada mediáticamente en que vivimos, deberíamos pensar más enfáticamente en que la ruptura del silencio implica asumir el derecho a conocer y a contar con los medios y regulaciones jurídicas necesarias para que otras realidades –acalladas y tergiversadas- puedan irrumpir en las agendas cotidianas y públicas.

*María Cristina Mata es panelista en el Mutirao de Comunicación, es argentina, docente e investigadora, Directora de la Maestría en Comunicación y Cultura Contemporánea y del Programa de Estudios sobre Comunicación y Ciudadanía del Centro de Estudios Avanzados de la Universidad Nacional de Córdoba (Argentina

 


 


 



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